Darse un garbeo
por lo que fue la Europa del Este a los dos años de caer el muro ha sido una de
las mejores experiencias vitales que he tenido. Ver lo que se denominó “el
triángulo negro”, posiblemente la región de Europa más destruida ecológicamente
fue impactante. Era curioso ver las fábricas abandonadas, lagos enteros de
detritus, los gaseoductos a la vista (y mira que a la vista, cuando llegaban a
una carretera, en vez de enterrarlos hacían una portería con el gaseoducto para
poder pasar por debajo con el coche) y kilómetros cuadrados de devastación y
suciedad.
Afortunadamente
eso ya es historia. Esa región tan degradada se ha recuperado.
Las propias
personas todavía parecía que tuviesen una especie de “síndrome de Estocolmo”.
Habían salido hace sólo dos años de ese régimen despótico y asqueroso que fue
el comunismo, pero aún padecían los síntomas. Qué tristeza se respiraba en esos
países, qué melancolía y que sensación de fracaso.
Bueno, a lo que
vamos.
Paseando por la
parte turística de Praga. Decidimos ir a cenar. Oye, un restaurante que parecía
de puta madre, en un antiguo palacete. Era un restaurante estatal. Que lujo. Pa
dentro.
Por dentro aún
era más lujoso. Techos altísimos, lámparas de tonelada, tapices, cuadros,
buenos muebles…… de todo. Pero eso sí, un poco dejado.
Seis de la tarde
(se cena pronto allí). Nos asentamos en la terraza del restaurante. Como
señores. La verdad es que en esa época en Praga podías comer en un restaurante
lujosísimo por el precio de un menú barato español.
Seis y media.
Aparece el camarero con la carta. Siete y cuarto, el camarero nos toma nota. Pedimos
unos patés y unos filetes.
Ocho de la
tarde. Empieza a oscurecer. Vuelve el camarero y enciende unos candiles. Muy
romántico era, pero como íbamos cuatro Salazares no estábamos para
romanticismos. Ocho y cuarto, se acaba el combustible de los candiles y nos
quedamos a oscuras. Vuelve el camarero y nos ordena que vayamos al interior,
que él no sabe rellenar los candiles y el candilero no ha venido.
Ocho y media. Ya
en el interior. Aparece el camarero con el primer plato. Los patés. Con toda la
ceremonia del mundo posible, deposita en cada uno de nuestros platos dos
tostadas untadas de foei grass mina (el que llevábamos los albañiles para
almorzar). Mira, nos da por reírnos y sufrimos un ataque de risa impresionante.
Dos horas para untar ocho tostadas.
A todo esto, era
para palpar el ambiente del restaurante. La gente, toda extranjera, más
mosqueada que un pavo en la víspera de Navidad. Todos muertos de hambre y los
camareros pasando de nosotros.
Nueve y cuarto.
Aparecen los filetes. Éramos cuatro y vienen tres filetes. Que no hay más. Que
los partamos y nos apañemos. Nuevo ataque de risa. Es lo mejor, para que te vas
a enfadar si puedes tomarte las cosas con humor.
El ambiente en
el restaurante ya estaba a punto de la explosión. A los camareros les daba
igual.
Se abre la
puerta de entrada y aparece la cabeza de un turista. Mira a derecha e
izquierda. Estaban buscando un sitio para cenar. Inmediatamente mi demonio
particular se despereza.
Allí estaba yo,
en medio del restaurante, rodeado de decenas de turistas, puesto en pié y
braceando y negando con el dedo con el internacional gesto de “NOOOOOO…..”. Los
turistas se fueron como alma que lleva el diablo.
La carcajada en
el salón fue general. La gente muerta de risa. Salieron los camareros de la
cocina y contemplaban incrédulos el espectáculo. Casi se les oía pensar “Pero
estos hijoputas ¿de qué se ríen? los estamos jodiendo y ellos partiéndose el
culo”.
Una mesa de
italianos se dirige a nosotros
“¿Españoles…..?”
“Si”
Y ya la risotada
fue monumental. A los italianos se les saltaban las lágrimas.
Creo que uno de
los camareros se olió que teníamos algo que ver con la función y vino a nuestra
mesa.
“Any problem?”
“No majo no, un
poco lento, nada más”, fue la airosa respuesta.
Pues no acabó
ahí la cosa. A las diez y media cerraron el restaurante por que se había
acabado la jornada y nos dejaron sin postre.
Ahora, que lo
que nos reímos……
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