Pedro Salaza Ibiricu ha aparcado su DKV
a las afueras de Madrid, en la carretera de Burgos en el kilómetro 11,6. Harto
ya de la estulticia que devora a los españoles ha decidido poner su grano de
arena y acabar con uno de los mayores antros de perversión mental de la
península.
El vigilante de seguridad que protege el
edificio contempla a un albañil lleno de pegotes de yeso en un buzo dos tallas
mayor que se le aproxima con una caja de herramientas y un rollo de tubo. A
pocos metros frunce la nariz en un gesto de desasosiego ante la pestilencia a
asadura revenida que emana el operario
“Buenas, que vengo por lo de la fuga del
tercer piso”
“Ya. Pase cuanto antes. Y aproveche la
ducha del aseo. Joder qué marrano”
“Que estoy trabajando tío”
“Puerco, más que puerco”
Pedro accede al interior del edificio.
Días antes se ha hecho con los planos y va a tiro hecho. Entra en la sala de
calderas, saca una llave de perro y se descuelga el rollo de polipropileno del
hombro. Sabe lo qué tiene entre manos.
Cierra la llave del gas y suelta el
manguito posterior. Cierra la instalación de extinción de incendios automática
y procede a vaciar la tubería de agua. Entonces conecta el manguito del gas al
de la tubería de incendios y abre la llave del gas de nuevo. En pocos minutos,
la instalación de incendios está llena de gas metano.
Pedro se dirige a la quinta planta. Coge
un microondas de los de calentar la tartera y mete unos clavos y algodón
empapado en gasolina dentro. Coloca un temporizador en un enchufe y conecta el
microondas. Siete minutos.
Rompe un interruptor de los de alarma de
fuego y el personal que está trabajando procede según el plan de evacuación a
salir a la calle a un punto seguro
Pedro abandona el edificio con la muchedumbre
y se dirige a la furgoneta. En el edificio el tiempo se consume y el microondas
se conecta. A los pocos segundos los clavos chisporrotean dentro del microondas,
la tapa estalla y prende el algodón.
La boquilla de incendios detecta humo y
temperatura y, obediente, hace lo que tiene que hacer, un pequeño estallido y
abre la espita. Pero lo que fluye no es agua sino metano. Una gigantesca
explosión sacude el edificio
Pedro contempla desde abajo como el
guarda es proyectado a diez metros de la puerta. No tiene más que el golpe
“Que se joda, por faltoso”
Las explosiones siguen hacia las plantas
inferiores y el edificio es pasto de las llamas. Pedro espera diez minutos.
Sabe lo que va a ocurrir. Y ocurre, evidentemente. La estructura metálica se
recalienta, el acero pierde resistencia y el edificio se pliega sobre sí mismo como si fuese
de plastilina. Pedro arranca y desaparece en la noche
Al día siguiente, mientras desayuna, la
señorita Green irrumpe en su despacho
“Se ha pasado. Esta vez se ha pasado”
“No comprendo Mrs. Green ¿Qué ocurre?”
La secretaria lanza un periódico a la
mesa de Salazar. “Los estudios telecinco arden debido a un escape de gas. La
destrucción es total. Las acciones del grupo se desploman”
“¿No creerá que yo tengo nada que ver
con esto, no?
“Señor Salazar. La semana pasada vendió
todas sus acciones del grupo obteniendo una notable plusvalía y contraviniendo
toda lógica, puesto que las participaciones estaban subiendo. Y anoche arden
los estudios. No soy estúpida.”
“No se enfade Mrs. Green. Estaba hasta
los cojones de la programación de estupideces de la cadena. Había que
purificarla”
“Eso sí. Por cierto ¿Quién compró sus
acciones?”
Pedro sonríe
“No creo que se esté tirando de los
pelos porque no le quedan. Fue enjuiciado y condenado hace poco por los
tribunales italianos. Y fue primer ministro de ese país. No le digo más”
“Señor Salazar, veinte años trabajando
con usted y siempre me sorprende. De todas formas, que se joda el viejo verde
ese”
“Señorita Green, cuide su lenguaje. Está
usted hablando de todo un ex primer ministro”
La mente de los españoles descansó tras
el incendio.
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